jueves, 14 de diciembre de 2006

EL MONDONGO O MANTANZA DEL CERDO


Escrito por Ana María Juan García

Sobre el cerdo existen varios dichos y refranes, de los cuales los más conocidos son:

- Por San Martino mata el pobre su cochino.
- Al matar los puercos, placeres y juegos.
- Invierno bueno pasarás, si cerdo grande o chico matarás.
- De las orejas hasta el rabo, todo es rico en el marrano.
- Del cerdo...hasta los andares.

Aunque el más destacado y popular es el siguiente: “A cada cerdo le llega su San Martín”.

Quizá algunos, ignoran el origen de dicha expresión, que esta basada en una de las costumbres más arraigadas de nuestra tierra: “La Matanza”, que se realizaba a partir del 11 de noviembre día San Martín.
Hoy todavía hay familias que no pueden prescindir de criar sus cerdos para obtener esos buenos chorizos. Sin embargo ya no se vive como en los tiempos de mi infancia, que era uno de los acontecimientos más esperados del invierno, reuniendo a familiares y amigos en una verdadera fiesta, casi en un ritual.

PRIMER DIA: LA MATANZA

Se comenzaba a primera hora de la mañana poniendo buena lumbre con cepas, troncos de encina y almendro. Era conveniente calentar la casa y también el agua que a lo largo de la mañana se iba a necesitar. Para esto, llenaban el pote y varios pucheros de barro, que conforme se iban agotando, los volvían a reponer.

Había que empezar con buen pie obsequiando a los recién llegados. Mi madre tenía siempre preparada una bandeja con pastas y aquellas ricas galletas de coco que comprábamos a granel en casa de la señora Teodora. Para animarse y entrar en calor: licor y guindas en aguardiente. Como en aquellos tiempos no había tarros de cristal, se metían en botellas, aunque el problema surgía a la hora de sacarlas, entonces la imaginación comenzaba a maquinar ...y con una aguja de hacer calceta, que introducían por la angostura de la botella (en aquella época el pipote), lograban pinchar las ansiadas guindas. Los niños disfrutábamos haciendo dicha maniobra como si fuera un juego de birlibiloque (arte de magia).

Una vez todos reunidos llegaba el momento de actuar. Siempre entre los hombres había alguno más decidido que hacía de matachín. Yo conservo un grato recuerdo del señor Eugenio Murcia, gran amigo de mi padre, que siempre fue nuestro matarife. Él, con un gancho de acero apresaba al cerdo por el hocico. El pobre animal ofrecía resistencia pero al final, entre todos, conseguían subirle al tajo sujetándolo sólidamente por las patas y el rabo. Acto seguido, le clavaban el cuchillo en la papada para desangrarlo.

Las mujeres presurosas, acudían con un baño a recoger la sangre, que había que cocerla lo antes posible para preparar el almuerzo. Posteriormente se mezclaba con trocitos de hígado para hacer la “sabrusa” (también llamada chanfaina). El resto de la sangre lo aprovechaban para hacer las sabrosas morcillas.

Siempre he sentido un cariño especial por los animales y me daba tanta pena del cerdo o cerdos que durante el año habíamos cuidado, que desaparecía del lugar para no oír sus gruñidos. Cuando sentía chisporrotear las “ahujeras”, salía de mi escondite intuyendo que el pobre animal ya había dejado de sufrir.

Cuando ya estaba chamuscado, lo lavaban y raspaban hasta dejarlo bien limpio. A continuación, era abierto en canal para sacar las vísceras y también las tripas, las cuales una vez lavadas se convertían en el recipiente ideal para embutir y conservar esos magníficos chorizos, especialmente el conocido chorizo “cular” que teníamos por costumbre comer el domingo gordo o domingo de carnaval. Al final lo ataban fuertemente con una maroma y lo colgaban en una escalera para que se enfriara y oreara hasta la hora del despiece. El veterinario, previamente avisado, pasaba por la casa y cortando un trocito de carne, la llevaba para analizar, cobrando por supuesto sus honorarios.

Los niños ese día, íbamos a la escuela un poco a regañadientes, pues disfrutábamos metidos en aquellos enredos. También nos hacía mucha ilusión salir a repartir la sangre y el hígado entre las amistades, que a cambio nos daban de propina una perra gorda o un real que guardábamos como “oro en paño” para gastarlo el domingo en campeches, bolas de anís o simplemente en una flamante cacha de caramelo, que comprábamos a la señora Crestencia, que se sentaba en la plaza mayor con su enorme cesta.

Ya llegada la noche, era la hora de deshacer, las bromas y tomaduras de pelo se sucedían. A las niñas nos mandaban a buscar un esterquero para echar los sesos (que cabían en un puño). A los chicos, le solían decir, vete a casa de fulano que te dé la piedra de afilar las orejas. El vecino, adivinando que se trataba de la consabida broma, le metía en un saco una pesada piedra que el muchacho acarreaba hasta casa con gran esfuerzo. El festivo grupo, nos recibía a carcajadas quedándonos burlados. Ya para el próximo año, nos reiríamos del pequeño de turno.

Todos gozábamos de “La Matanza” con el estómago bien repleto, contando anécdotas entre risas y bromas y preparando los planes para el día siguiente.

SEGUNDO DÍA: EL EMBUTIDO

El preciado mondongo descansaba en artesas de madera durante toda la noche. Las chichas que habían sido adobadas y amasadas el día anterior estaban listas para ser embutidas.
Las mujeres que parecían más diestras en este trabajo, eran las encargadas de llenar, atar y picar. Los hombres también echaban “una mano” subiendo con la zaranda a tender los chorizos al “sobrao”. Como siempre se rompía alguno, era el momento de hacernos el famoso “pitarro” para los niños. Estos pequeños chorizos, se colgaban al humo de la chimenea y eran los primeros que comeríamos. El resto de la matanza: huesos, tocino y jamones los ponían en sal para su mejor conservación.


Ya vencida la tarde, en un caldero de cobre deshacían la manteca, que una vez derretida conservaban en ollas de barro que irían gastando a lo largo del año. La parte sólida que quedaba sin derretir son los llamados “coscarones” (confieso que a mi nunca me gustaron) pero recuerdo, que otros niños los merendaban impregnados en azúcar. Los restantes se aprovechaban también para hacer los típicos bollos de coscarón adornados con almendras.

Del cerdo, hasta los andares...”¿Esto que quiere decir? Pues que en el cerdo, nada tenía desperdicio. Con los pequeños residuos de coscarones que quedaban en el fondo del caldero, el ama de casa hacía la sopa rodadera o de sartén, añadiendo pan, ajo y pimentón. Dicho caldero, era colocado sobre una trébede en el centro de la cocina. Grandes y pequeños participábamos formando un círculo. Cada vez que comíamos una cucharada dábamos la vuelta entonando alegremente una canción, (quizá sea ese el motivo de llamarla “rodadera”).
Hoy todavía recuerdo el humeante olor de aquella sopa recién hervida con pan de hogaza, y entre otros manjares, las auténticas magras de cerdo asadas sobre el rescoldo.
Además de comer y beber en abundancia, mi madre para esta ocasión llevaba a tostar una cesta con almendras al horno de la señora Liberia. Para partirlas, ponían sobre la mesa ladrillos y cantos rodados, que los niños cogíamos por la calle. Suponía un placer partir y comerlas al mismo tiempo con la alegría y compañía de todos.

Puedo asegurar que esas pequeñas cosas sin importancia y el trato tan cercano con la gente nos hacía felices sin exigir más, viviendo prácticamente con los frutos que proporcionaba la tierra y el mondongo imprescindible entonces para nuestra economía rural.En la época actual, aquel laborioso trabajo se ha ido simplificando. Sin embargo, todavía brillan con luz propia esos chorizos caseros de verdad, que siguen siendo como todos los productos del cerdo una verdadera delicia.

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