viernes, 27 de octubre de 2006

RECUERDOS DE INFANCIA


Escrito por Ana María Juan García

El canto de un gallo me despertó en el silencio de la noche. Por más que lo intentaba, no lograba conciliar el sueño. Poco a poco mis ojos fueron adaptándose a la penumbra. Tenía la mente completamente despejada y mis sentidos alerta al menor ruido, pero aquel “quiquiriquí" seguía resonando insistente en mis oídos, haciéndose tan familiar, que de una manera involuntaria mi mente comenzó a viajar dando marcha atrás a la máquina del tiempo. Lentamente fui transportada a los felices años de mi infancia.

Recordé mi casa de labradores, pude ver nuestro arrogante gallo acompañado de su corte de gallinas, escarbando el muladar; era un magnífico despertador anunciando el alba con su potente ¡quiquiriquí!, curiosa anécdota, aquellas pilas sólo se agotaban en Nochebuena cuando el pobre terminaba su reinado y se convertía en delicioso manjar.

Viajando en aquella “alfombra mágica” divisé el maravilloso espectáculo de chimeneas, todas a la par, formando verdaderas columnas de humo que ascendían al cielo mezclándose con la neblina. Otra típica imagen rural era aquel ruido de carros rodando por las empedradas calles, las voces de los gañanes gritando: ¡Arre!... ¡Soo!.

Entre sueños, me parecía sentir a mi querido padre enganchando su pareja de mulas, Clavelina y Provinciana, que a su voz obedecían por esos nombres. De madrugada ya empezaban las duras faenas: arar, preparar la sementera (la siembra se hacía a voleo), binar, aricar, escardar... y no digamos en las viñas hasta recoger el fruto: podar, azufrar, alumbrar o sovacar, etc. Este era el cuento de nunca acabar.

Tengo también muy presente la figura menuda de mi madre, con su mandil atado a la cintura, siempre activa, ordeñando, echando de comer al ganado y cargada con el escriño lleno de paja y leña para poner lumbre en el hogar.

Hasta mi cama llegaba el chisporrotear del fuego, aquel humeante olor a sopa de ajo, servida en escudilla de barro, los torreznos y el aroma a chorizo que envuelto en papel de estraza se asaba en el rescoldo.

Yo era algo “comisque”, así decía mi madre, y desayunaba chocolate con rebanadas fritas o galletas con leche, en aquella época, esto era un lujo reservado solo para niños y “señoritos de capital”.

No puedo menos de recordar los crudos días de invierno con los pinganillos colgando de los tejados, en la escuela el frío se dejaba sentir colándose por las desvencijadas ventanas, las estufas de lata o un canto caliente eran el único alivio para nuestras ateridas manos.

Uno de los acontecimientos más esperados por entonces, era la época de la matanza, parecía una gran fiesta familiar, con abundancia de comida, chanfaina, parrillada y artesas rebosantes de carne para embutir chorizos y morcillas. Los pequeños lo pasábamos a lo grande asando castañas y bellotas en el borrajo. Esta animación se alargaba hasta altas horas de la noche con bromas y chascarrillos.

Mi pensamiento proseguía su ruta imaginaria y con gran satisfacción llegó el ansiado verano, largas vacaciones, amiguitas que venían de la ciudad, nos enseñaban juegos y nuevas canciones que por las noches “al fresco” cantábamos para diversión de nuestros vecinos.

Suponía para mí un placer llevar la merienda a la era, comer a la sombra de la cabaña aquellas apetitosas ensaladas, beber a chorro por el botijo, trillar un rato mientras mi padre y hermano “tornaban” la parva. ¡Como disfrutaba subida en el trillo!, excepto cuando alguna vez me tocaba apañar los cagajones, entonces por el rabillo del ojo veía al pícaro de mi hermano riendo maliciosamente.

De pronto una suave lluvia tamborileó los cristales devolviéndome al mundo real. El fantástico viaje a través del tiempo tocaba a su fin. Había resultado tan auténtico y maravilloso, que he querido plasmarlo en este relato con el vivo deseo de que esos recuerdos de mi infancia jamás queden en el olvido.

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